Imaginaros a un hombre anciano con la losa injusta de una
juventud ligada al nazismo y su portentosa inteligencia sepultada por un cartel
de arcaico y ultraconservador. Imaginaros a un abuelito que aun sintiendo el
peso de todas esas calumnias se desgañita proclamando el Amor de Dios, el
respeto, la responsabilidad y el coraje. Imaginaros que ese anciano, siendo un
foco de críticas e insultos, paga con moneda de oro al mundo entero: siendo
discretamente bondadoso. Imaginaros que ese hombre que viaja, escribe, estudia,
sufre, camina, comunica, solicita, da, reza, aporta, asiste y un largo etcétera
se cansa. ¿Qué ocurre? Imaginaros que un gobernante, directivo de banco o alto
ejecutivo se cansa… ¿habéis visto a alguno renunciar por lealtad al cargo? ¿Por
lealtad a la Institución? Me temo que no. Yo tampoco. ¿Y qué vemos en Benedicto
XVI? Un ejemplo indescriptible.
El Papa ha sido el hombre que a escobazos ha limpiado la
Iglesia. Ha sido el hombre que, a diferencia de su antecesor Juan Pablo II, ha
mirado en las entrañas de la Iglesia para que tras limpiarla brille con luz
renovada. Ha sido el hombre que ha hecho el trabajo sucio, el que a nadie le
gustaría hacer.
El Santo Padre aceptó ya de inicio su rol impopular aunque
luchó por combatirlo. Y ciertamente, al final, ha conseguido llegar a un
servidor. Soy también joven: tengo 28 años, y el mensaje del Papa me ha llegado
siempre claro y limpio. Como buen profesor ha sabido explicar la Fe de una
manera sencilla –dentro de su complejidad-. Ha sabido enseñar al mundo en tan
sólo 8 años lo que significa Cristo y lo que significa la Iglesia. Su manera de
ser, sencilla y humilde, ha hablado por sí sola.
Cuando oigo hablar de un Papa de transición no puedo
disimular mi desacuerdo. No ha sido un Papa de transición sino de renovación.
Con él muchos han visto y han creído pues su mensaje ha sido claro:
renunciar por amor es Renunciar.